Aquellas Historias (VIII)
Opinión-. La impaciencia dominaba a José Antonio, había
pasado una semana desde que llevó la carta al Puerto de La Guaira, y hasta la
fecha nadie más de la Orden lo había contactado.
«Sería, tal vez, que fue víctima
de un engaño» la idea le martillaba la cabeza, daba vueltas días tras día.
Todas las tardes regresaba al nido de borrachos donde fue contactado y nadie
aparecía.
¿Todo había sido un sueño? Era
imposible. Se había topado en un par de ocasiones a Don Antoine y a su fiel
acompañante, pero éstos lo ignoraron a pesar de él acercarse.
Se levantó del taburete donde
absorbía de una cuchara de madera un caldo de pollo que la India María, su
madre, le había servido. Le pidió la bendición a su madre, quien apenas le dio
tiempo de responder y de hacer la señal de la cruz.
Salió de su casa, no aguantaba
más estar allí. Caminó por el empedrado, saludó cortésmente a los transeúntes,
y marcialmente a los comandantes que paseaban con sus señoras esposas del
brazo.
Entró a la Iglesia de San Santiago Apóstol, se arrodilló ante la
imagen del santo. Hundió su cabeza entre sus manos, las lágrimas se escurrían
por los agujeros de sus dedos. Desde aquél día pensaba en su padre.
Ver aquel símbolo en la palma de
la mano Kyle Brennan le trajo tantas cosas a la mente. Recordaba a su padre alto
y fornido, con bigotes delgados y vivaces ojos café. Rememoraba como juega con
él, como le enseñaba el valor de la palabra dada y del trabajo bien hecho.
Lo veía allí, firme y de espaldas
con su mano empuñando una pistola. En su memoria resonaban los números de los
pasos que un juez pronunciaba y con dolor en el alma sentía las palabras «fuego»
como un puñal que le desgarraba por dentro.
Él, apenas un niño, vio cómo su
padre giraba y detonaba su pistola. Con el primer «pum» vio caer el cuerpo del
enemigo de su padre; vio como él sonreía y aún con su pistola humeante volteaba
a verle, como agradeciéndole a Dios que iba a seguir al lado de su familia,
pero de repente un segundo «pum» le impactó en la frente y cayó.
El hecho que después de tantos
años nadie supiera quien detonó la tercera arma, era su mayor rencor.
-Hijo, qué hacéis aquí. No es que me desagrade que un hombre del Rey
esté rezando, pero es demasiado tarde- dijo la voz castiza del párroco,
quien se acercó a él.
-Padre, cuánto lo siento. No me percaté de la hora- fue la respuesta
que dio con los ojos rojos del llanto. El sacerdote intentó preguntarle lo que
le ocurría, darle algo de consuelo, pero José Antonio se paró hizo una
reverencia y se precipitó hacia la salida.
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