Aquellas Historias (IX)


Es un francés -  dijo como si aquella nacionalidad fuese sinónimo de lepra. –No podemos permitir que siga haciendo de las suyas por las calles de la ciudad – siguió atacando Don Sebastián Ponte y Carrillo.

Estaba sentado en su vieja silla de cuerdo de venado, tejido con finos hilos dorados, estaba excitado, su respiración era forzosa y en ocasiones parecía que perdía el aliento por completo. El jefe de la Guardia del Rey, detestaba al francés tanto como odiaba quitarse sus botas.

Estiró sus piernas al sentirse liberado de la prisión de aquel calzado negro, lleno de polvo, barro y excremento de perro. Soltó su suspiro de alivio, alzó su mirada al techo de su casa, y no tardó en continuar sus críticas en contra de su enemigo.

-Si en este lugar hubiese ley, ese tipejo estaría en un calabozo – Volteó el rostro hacia un negro de nariz amplia, ojos del mismo ébano de su piel, labios finos como de blanco y paso silencioso. Traía consigo una ponchera de peltre rebosante de agua tibia.

El militar espero con el ceño fruncido que le colocarán el envase justo debajo de sí, para colocar sus pies ya desnudos de cualquier prenda.

-¿Qué esperas? – espetó Don Sebastián Ponte y Carrillo. –Llamadlo que se haga presente de una vez por todas -. El negro se disponía a ir en busca de José Raúl Villasana, cuando éste salió detrás de una columna que deparaba aquella estancia oscura, solo acomodada con un par de sillas y un cuadro del Rey.

-No tienen que buscarme tío, aquí he llegado – dijo con voz firme, pero esbozando un leve sonrisa. – ¿Está hecho?-  preguntó Don Sebastián. – ¿Cuándo le he fallado?- contraatacó con esta interrogante el joven que venía trajeado con una chaqueta marrón que cubría prácticamente toda la camisa blanca y se mezclaba con el pantalón del mismo color.

-¡Bien! A esas brujas las debemos tener vigiladas. Ellas deben saber la verdad… Bueno, todas no, la madre, esa maldita mujer que nunca quiso abrir la boca después de la muerte de su desgraciado marido- Dirigió su mirada cómplice hacia su sobrino y agregó –Pero tú, tú enamorarás a la más grande de ellas, y lograremos nuestro sueño – su rostro se iluminó, sus facciones se ablandaron, ya no recordaba a Antoine Feraud.

Habían pasado casi 20 años, pero lo recordaba como si fuera ayer. Su cabello negro como la noche, su rostro juvenil, sus fuerzas intactas, se paró en medio de aquella recámara tan oscura como aquella donde se encontraba, llevaba en sus manos un candelabro y repetía como en éxtasis la frase “Wenn du es wissen willst, lerne im Dunkeln”.

Fue allí donde conoció aquel comerciante inglés y cuándo inició su odio en contra de los franceses. Fue allí cuando dejó de ser un mozalbete y se convirtió en la bestia de sangre fría en la cual se convirtió y la que necesitaba mucho poder para saciar su apetito de dinero e influencia.

-Ya puedes retira- le dijo a su sobrino empleando un ademán de desprecio con su diestra. El joven, bajó la mirada, cerró sus puños y se retiró detrás de la misma columna por donde había aparecido.

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