Mango y agua
Por José Dionisio Solórzano
Desde Alta Mar (Puerto La Cruz)-. Abrió aquella nevera, estaba algo corroída por el tiempo y por los vientos cargados del salitre que traía del mar, en su interior solo se podía ver unos mangos y una jarra de agua a medio congelar.
Estaba llegando de una
ardua tarea en una construcción donde tienen que ganarse la vida a pesar de sus
prácticamente 60 años de edad.
Sus hijos, algunos ya
mayores de edad con sus propias familias y sus propios problemas no pueden
socorrerlo ante la necesidad que los agobia, y los más pequeños aún están en
medio de los ensueños que da la inocencia de los primeros días.
Con un hambre nacida de
las labores del día, por los esfuerzos físicos y por la inversión de fuerzas derrochadas
no solo en su trabajo sino en la travesía para volver a su hogar, abrió su refrigerador
y no encontró nada.
Y en eso, antes de tomar
los frutos de la tierra y la jarra de agua, se fue la luz.
A oscuras el hombre no
sabía qué hacer, sus hijos regresaban de las afueras de la casa, o salían de
sus cuartos con la canción de todas las tardes:
“Papá, tenemos hambre”.
Su esposa que se
encontraba en ese momento tratando de planchar los uniformes de los niños, que
aún van a la escuela a pesar de la enorme necesidad y de la suspensión
constante de las actividades escolares, molesta por el normal apagón enfrentó a
su esposo.
“Mira, aquí como
siempre no hay nada para comer”.
El hombre, agobiado por la
necesidad y con el estómago pegado de la espalda, asumió con gallardía su papel
y salió sin rumbo conocido y sin meta clara a tratar de conseguir comida para
sus niños.
Ya en la calle, se
detuvo en no menos de 4 panaderías y en todas consiguió la misma respuesta de
las expendedoras:
“Señor, aquí no hay
pan”.
Sin perder la esperanza
el padre de familia siguió su odisea por los expendios de alimentos que aún no
habían cerrado a pesar del corte del servicio eléctrico.
En una charcutería se
paró para preguntar por el precio del kilo de carne o de pollo. 3500 bolívares
el uno, y 1700 bolívares el otro, su golpeado bolsillo no podía comprar
aquellos comestibles a semejante costo.
Reflexionó por un
instante. No podía dejar que sus hijos se acostarán sin nada en el estómago.
Se hurgó por todos los
bolsillos y pudo adquirir medio pollo. Pero ahora el dilema era “con qué se
lo comerían”.
Buscó y buscó y no
encontraba nada, ya sin esperanza visitó
uno de esos compadres que nunca fallan y le pidió un “poquito de arroz o de
espagueti”.
Así con una sonrisa que
mezclaba la alegría de que sus hijos no iban a dormir con hambre, pero que
también dibujaba la tristeza de la desesperanza retornó a su hogar.
Con aquello, tan
poquito, sus tres hijos y su esposa pudieron cenar algo… ¿Y para él? No, no
alcanzó, nuestro protagonista tuvo que conformarse con cenar unos mangos con un
vaso de agua ya tibia.
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