La nueva alegría

Eran las siete de la noche, ya me había cansado de escribir y ni los videos en Youtube podían retenerme más tiempo frente a la computadora. Mis ojos pedían descanso y la soledad en la oficina hacía que el aire acondicionado enfriara más de la cuenta.

Me dije "hasta aquí". Tomando mis cosas salí de aquel agujero que era una especie de infierno congelado. Justo en ese momento, como por reacción espontánea, pasó lo inevitable, me dio hambre.

Consulté lo que me quedaba en mi lánguida cuenta bancaria y tomé la decisión de darme un lujo, que en este país no es otra cosa que comer algo en la calle.

Entré a un local que solo contaba con la presencia de tres trabajadoras. Ni un solo cliente estaba a la vista. Entré y observé con detenimiento los productos que ofrecían y me decidí.

"Señora, de que son los pastelitos", ante aquella interrogante una morena de pechos pronunciados y sonrisa forzada me contestó fingiendo cortesía "45 mil cada uno señor".

Luego de tragar grueso y de sacar veloz la suma en mi mente, le dije "por favor, deme dos de papa con queso y uno de pizza, con un café mediano".

Mientras la morena buscaba el producto para calentarlo, la segunda de las trabajadoras sin pronunciar palabra extendió su mano en mi dirección.

Este gesto fue suficiente para reconocer en él una lógica petición, me estaba cobrando. Tomé de mi bolsillo mi envejecida cédula de identidad y la tarjeta de débito que apenas se lee en ella sus números y códigos.

Se la entregué y esperé que me diera la orden de colocar la clave, pero primero me dijo con voz ronca: "ahorro o corriente". Luego de mi respuesta, y sin voltear su rostro ni una vez hacia donde me encontraba, dijo "apriete las teclas duro".

Ya con mi comida en la mano, degustando con voraz apetito los pequeños pastelitos y el sorbo de aquel "marrón", fui testigo de un arrebato de alegría que no observaba desde tiempos inmemoriales.

La tercera de las expendedoras, que durante todo el tiempo anterior se encontraba sumergida en las aguas de su teléfono móvil, levantó de súbito su cabeza y dijo: "Mujer, me consiguieron la plata. Ahora sí me voy".

Las otras dos explotaron en júbilo por su amiga, y la felicitaron y desearon buen viaje. Por lo visto, la tercera vendedora estaba esperando que le prestaran una suma considerable para comprar los boletos e irse por tierra hasta la vecina Colombia.

"Mira, me pasaron la imagen del depósito. Ahora sí mana, me voy a trabajar con mi marido, pero la casa no la vendo, no sea cosa que nos tengamos que regresar", dijo guardando cierta prudencia con relación al futuro.

Sin embargo, lo que más me sorprendió fue ver a la mujer dando brincos como una escolar, con una sonrisa que iba de oreja a oreja y una mirada que era como centellas llena de luz.

Y mientras apretaba el celular contra su pecho, como si se tratara de un niño pequeño, repetía sin cesar "me voy, me voy; qué feliz estoy". 

La mujer, que tendría como unos 30 años a lo sumo, entró en un estado de posesión por el espíritu de la alegría.

En medio de su arrebate de felicidad, terminé de comer y salí en un total silencio, no antes de echar un último vistazo a la morena.

Cuando me dirigía rumbo a la parada de autobús me quedé pensando: Era aquella la nueva alegría de los venezolanos.

Me martillaba la mente el hecho de que poder salir del país se convirtiera en un logro increíble para millones de compatriotas que ya salieron o que están preparándolo todo para irse de un momento a otro.

Al final, mi conclusión fue que este es el legado de un gobierno que nos destruyó como nación y que solo dejó ruinas a su paso.


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