Una de tantas… historias
Opinión-. Se levantó
aquel día, todo parecía normal, en medio del caos institucionalizado en el
país, estrujándose los ojos como signo inequívoco que necesitaba despertarse
completamente, caminó entre tropiezos y a ciegas hasta el cuarto de baño.
Trató de exprimir la ya seca
pasta de dientes, mientras el grifo solo expedía de sus entrañas aire acumulado
en la tubería. Entre un pellizco de dentífrico y el agua de una ponchera al
lado del lavabo, aquel venezolano terminó de asearse.
Se puso sus pantalones, abotonó
raudo su camisa y calzándose los zapatos de a brincos salió rumbo a la selva de necesidades en el
cual se ha transformado su ciudad.
Primero, esperó horas y horas
para que un autobús, buseta o carrito por puesto llegase hasta la parada. A pesar
de haber salido de su casa antes que el sol despertase, ya el día iba
calentando y aún le quedaban muchas personas por delante en la fila.
Y súbito, aparecieron dos
camiones 350 con barandas, como lo que se utilizan para cargar animales, y un
750 marca Chevrolet de esos que emplean para hacer mudanzas.
Con asombroso desespero corrió,
empujó, y se lanzó a dentro de uno de aquellos improvisados medios de
transporte colectivo. Sin importarle que había golpeado a una señora y empujado
a un pequeño de unos 8 años de edad.
De pie, tratándose de agarrar de
espacios reducidos, y con el temor de que en cualquier momento pudiera salir
expedido de aquel vehículo, logró llegar hasta su destino.
Su primera parada fue el banco.
Al llegar tenía una cola interminable de personas que se apoyaban en las paredes,
se sentaban en el suelo o se ponían en cuquillas, allí estuvo una, dos o tres
horas. El tiempo pasaba lento y el sudor era el único indicativo del tiempo.
Al fin, logró entrar a la entidad
bancaria y adentro sólo pudo sacar unos 50 mil bolívares, que solo le podía
alcanzar para pasajes, porque ni un jugo podía tomarse con aquel dinero.
Se resignó, optó por no
molestarse. Tomó los billetes, los dobló y colocó en su bolsillo, levantó su
cara y prosiguió el camino.
Al principio abordó un autobús
que venía abarrotado de personas, luego su decisión fue seguir hacia los demás
puntos que necesitaba acudir desplazándose
a pie.
“Patitas pa’ que las tengo”, se
dijo a sí mismo y, fue de esa forma visitando farmacia por farmacia.
Necesitaba las pastillas para la
hipertensión de su anciana madre. Pero en los centros de venta no habían
llegado o se habían agotado antes de su llegada. Solo en un par de puestos
había en disponibilidad, ¿pero? El precio era demasiado elevado.
Airado ante la situación este
Juan Bimba de bluen jean y camisa de cuadros, inquirió a una farmaceuta: “A ese
precio, está loca. ¿Cómo hago? ¿Robo o dejo que mi vieja se muera?
La trabajadora de bata blanca y
lentes gruesos se encogió de hombros y solo le respondió: “qué hago señor, solo
soy una vendedora”.
Desesperanzado, regresó a su casa
y se sentó en el piso justo al frente de la mecedora donde estaba su madre.
“Vieja, no pude encontrar sus
medicinas”, dijo mientras una lágrima brotaba por sus mejillas; y la anciana, escasa
de salud pero millonaria en amor, pasándole amorosamente la mano por el rostro
de su hijo, contestó.
“Tranquilo, ya soy vieja. Solo le
pido a Dios que cuando me lleve a su encuentro tú quedes aquí mejor, de cómo
estamos viviendo ahora”, cerró levente sus ojos y pareció con empezó a rezarle
a la Virgen de Coromoto…
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