Llanto…
Desde Alta Mar (Puerto
La Cruz)-. Salió como todos los días, la tarea laboral de esa
jornada parecía la habitual, sin ningún contratiempo, sin ninguna alteración al
ritual cotidiano.
Hizo lo que tenía que
hacer, habló, sonrió, conversó y hasta discutió. Todo lo que es enmarcado en un
día como cualquier otro.
Cumplió sus
obligaciones, se atascó en el tránsito, se quejó del calor, tuvo que dedicar un
par de horas para buscar unos medicamentos que como de costumbre jamás
encontró.
Ya la tarde caía sobre
el día. Aquel martes estaba languideciendo, su reloj marcaba las 5:36 minutos
de la tarde.
Fue a visitar a su madre
y llevarle unos paquetes de pasta había comprado “bachaqueado” por un 200% su
valor real, conversó con ella y la acompañó un rato… Como vemos todo continuaba
como era normal.
Como un asaltante de camino
la noche cayó sobre todos. Él decidió que era hora de retirarse de la morada de
su progenitora y, como si aún tuviera 10 años y llevase pantaloncillo corto, el
hombre de unos 50 años de edad se despide de su “vejecita” con su típico “bendición
mamá”.
Se monta en su camioneta
corroída por los años y desgastada por la carencia de repuestos y capital para
repararla y enfila batería hacia su hogar.
El retorno a la casa,
siempre placentero, siempre necesario… Pero esta vez las cosas no serían como
era usual.
Llevaba la radio encendida,
escuchaba una melodía que abocaba a sus años de mozalbete enamorado, con las
ventanas abiertas porque el aire acondicionado desde hace 2 años dejó de
funcionar, y su brazo izquierdo extendido hacia el exterior del automóvil.
Dobló a la esquina, fue
disminuyendo la velocidad. Las luces de su vehículo iluminaron la fachada de su
casa y apuntaban amenazadoras al garaje.
¡Oh! ¡Sorpresa! El portón
estaba abierto… ¡Súbito! Una pregunta ¿quién abrió esto? Y rápidamente la
repuesta “me están robando”.
Todo esto transcurrió en
un abrir y cerrar de ojos.
Entre temeroso e
indignado el hombre se bajó de su carro. Entró al garaje y vio las secuelas de
una vorágine desesperada y enloquecida.
Trató de llamar a sus
hermanos o a los vecinos, pero no podía recordar nombres ni números de
teléfono.
Guardándose su celular
en un bolsillo, que parecía que se ocultaba, siguió caminando hacia las
profundidades de su hogar hundido en la oscuridad de luces apagadas y bombillos
reventados.
Y lo más sorprendente es
que no veía nada, pero absolutamente nada.
Sus muebles
desaparecieron, su cama, sus aires acondicionados, su mesa del comedor, los
televisores, lo habían mudado sin previa notificación.
No podría crear lo que
no estaba viendo. Salió raudo a pedir auxilio, pero nadie salió a socorrerlo.
Dicen los que se
asomaron por las ventanas de las casas colindantes que el hombre en su
desesperación se arrodillo y lloró como si fuera un niño.
Sus lágrimas de furia,
decepción y dolor humedecieron el suelo. Se postró completamente, y algunos
llegaron a comentaron que lo escuchaban cuando clamaba a Dios por su ayuda.
Esta es la historia de
cualquiera venezolano, en cualquier rincón del país. Este es un relato de nadie
y de todos, este es una narración ficticia, pero a la vez sumamente real.
Comentarios
Publicar un comentario