Aquellas Historias III
A todo galope, con una mano en
las riendas de su alazán negro y la otra en su sombrero puntiagudo, se veía desesperado. Las gotas de sudor caían
como una cascada y se perdían entre el
polvo levantado por los cascos del animal que andaba caminos como una gacela.
Su pensamiento era una nubosidad
en pleno invierno. Pensaba en el papel que estaba jugando en aquella tarde;
justo él, hijo ilegítimo de un isleño y de una india, un hombre que había sido
rechazado por la sociedad y que sus propios compañeros de armas lo tratan con desdén,
era el protagonista de aquella historia.
Hace dos días José Antonio
Carrasco, era un simple soldado de infantería que pasaba sus tardes jugando a
los dados y tomando ron barato en el establecimiento de Don Ezequiel y
durmiendo en el catre que su madre siempre tenía acomodado esperándolo.
Era una vida simple que no
percibía en un horizonte tempestades. Hasta aquel día.
Ese viernes 20 de mayo, cerraba un
negocio colocándole dos monedas de 1/8 de cobre entre las tetas de una puta de fino
talle, labios carnosos, piernas descubiertas y ojos vivaces, que le murmuraba
al oído que la acompañara hasta la pieza al fondo de la taberna de poca luz y
gritos de beodos enfurecidos.
Cuando le iba a tomar la mano a
la mujer, un hombre de fino traje, barba rojiza y abundante, ojos azules y una
cicatriz que le atravesaba la cara desde la oreja derecha hasta el mentón
pronunciado y varonil, evitó que se fuera con un ligero y decidido jalón. José
Antonio, al sentir aquella mano se volvió con rapidez, intentó tomar su arma del
cinto, tambaleó enredado por el taburete donde estaba sentado y estuvo a punto
de caer en el suelo si no hubiese sido por otro hombre con faz nórdica, cuerpo robusto
y padillas largas de color oro, quien lo recibió entre sus brazos, todo esto
mientras la meretriz se escabullía del sitio llevándose consigo el dinero por un
servicio no prestado.
-Quiénes son ustedes, qué quieren de mí- fueron las únicas palabras
que logró pronunciar entre el atontamiento causado por el ron y por la
impresión que aquel arribo de improviso.
-Somos tu pasado y tu futuro- fue la respuesta que recibió con un
acento extraño que se asemejaba al francés. El primero de aquellos hombres lo
agarró por los brazos lo enderezó y con amabilidad le sacudió su traje de la
milicia de las fuerzas del Rey.
-De qué demonios están hablando. No se dan cuenta que están tratando con
un representante de la ley- refutó José Antonio esta vez más lúcido y claro
en sus pensamientos.
El segundo de los caballeros,
extendió su velludo brazo con el puño izquierdo cerrado y ante sus ojos fue
abriendo lentamente la palma dejando ver un símbolo. Un sol tallado en madera
con bordes de oro y una perla en el centro era una señal que no había visto
desde que era un carajito correteando a orillas del río Guaire hace no más de
diez años atrás.
Su mente no podía borrar todas
aquellas imágenes. Parecía que habían pasados meses desde aquel instante, pero tan
solo habían transcurrido dos noches desde aquel inesperado encuentro que lo
condujo a aquel corcel y aquel camino cargando encima una carta tan delicada
que le pudiese costar la integridad de su cabeza.
-Tal vez mi cabeza no vale ni una pieza de ocho para nadie, pero la
quiero dejar quieta sobre mis hombros- Se decía, al desviarse y tomar una
ruta diferente al camino real, para de esa forma alejarse de los guarda-caminos
de la corona real.
A cada metro se sentía más y más
nervioso, en el fondo no le importaba la misión que le habían encomendado, pero
estaba obligado por la sangre y por la venganza. No podía dar marcha atrás, ya
era uno de ellos.
Debajo de la camisa sentía como
la tela rozaba su carne aún sin curar; al costado derecho justo sobre sus
costillas lo habían herrado como si fuese una bestia. Todavía no comprendía la
razón que lo motivó para aceptar aquella mutilación.
Pensó, por unos instantes, que
tal vez aquellas personas eran hechiceros o pupilos de satanás, pero la idea se
borró cuando recordó que en medio de la bodega donde se reunieron para su
iniciación colgaba de la pared un crucifijo y un retrato de Nuestra Señora, la
Virgen María.
-Al fin- se dijo a si mismo cuando llegó al Puerto de La Guaira.
Se apeó de su caballo que estaba
extenuado, tocó angustiosamente las puertas de una vieja casa a escasos pasos
del muelle. Y se asombró cuando un oficial del ejército del Rey le abrió las
puertas, enseguida se imaginó que habían sido descubiertos, pero mayor fue su sorpresa
cuando el militar dijo – Ya, dame la carta
de la Orden. Y vete de aquí con la misma velocidad con la cual llegaste -.
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