Aquellas Historias (IV)
Opinión-. Se atragantaba
la jarra de vino como si fuese agua, su amarilla barba se teñía del rojo de
aquella bebida que a pesar de consumirla a sorbos enormes no lo embriagaba. Pasándose
por los labios la manga de la camisa ennegrecida por el sucio del sudor que
expedía, miró a los ojos a quien fungía como jefe de la misión y le preguntó.
-Creéis en verdad que ese mocito de escuadra, no sospechará nada-
fue la pregunta que disparaba con certera puntería.
-Aquí no importa lo que crea o no. Habéis escuchado tú mismo la orden.
El muchacho debía llevar la carta él mismo. Ahora, sin dudarlo, se sentirá uno
de nosotros- la carcajada de Don Antoine Feraud resonó a todo lo
ancho y largo de la taberna.
Su acompañante, el fiel Kyle Brennan, no aguantó las ganas de
mofarse y lo hizo. Hasta remedó a José
Antonio con aquella cara de miedo, manos temblorosas y mirada confusa,
justo en el momento en que en la Orden
de la Cruz Violeta le entregaron la misiva dirigida a los hermanos del
movimiento en el Puerto de La Guaira.
De improviso entró en el recinto la
guardia real. Los soldados iban con su morrión de cuero negro, su pompón blanco
en la cúspide de sus cabezas, su escarapela roja, su emblema de flor de lis en el
cuello de sus chaquetas y aquellos fusiles de chispas apuntando a todo aquello
que se moviera.
Detrás de la soldadesca nerviosa,
apareció el Capitán Don Sebastián Ponte y Carrillo. Hizo una rápida revisión de los
presentes en aquella sala, donde el humo se mezclaba con el olor rancio de los
orines de los borrachos apiñados en mesas arrinconadas, el perfume de las putas
más costosas, y el hedor de varios pozos de vómito.
Arrugó la cara, expresando el
asco que le impulsaba aquella escena. Con paso firme atravesó el local, se acercó
a Don Antoine y le habló con
aspereza.
-Vuestra merced, debe acompañarme- dijo con rudeza. –En el cabildo los
señores lo están aguardando, usted debe comparecer allá-
Con una risita que se extendía
por todo lo ancho de su cara alargada Don
Antoine tomó su sombrero, le dio una palmadita en la espalda a su compañero
de tragos y se puso en camino hacia el Cabildo.
Los soldados le abrieron paso. Y
cuando estaba en el umbral de la puerta de aquel local de beodos, se volteó con
un gesto que parecía más que elegante afeminado y le pidió al tabernero que le
anotase lo consumido.
Atravesaron la ciudad y llegaron
hasta la casona que servía de parlamento de la ciudad.
-¡Oh! Mi gran amigo, pensé que ya no venías- emergió exquisitamente
trajeado Don Reynaldo Buenahora. Lo
abrazó, lo empujó ligeramente del
antebrazo y lo invitó a pasar.
Dentro de aquel lugar, una
discusión acalorada se llevaba a cabo. Don
Cristóbal Méndez y Rivera interrogaban
con lasciva ponzoña a su rival Don José
Ricardo Mires de la Roca.
-Gracias
a nuestra Señora la Virgen, por fin hace presencia este francés- dijo con
encono Don Cristóbal. –Es momento que digan la verdad sobre las
reuniones que han sostenido a hurtadillas en sótanos y graneros- exigió
invocando el nombre del Rey.
-Estás paranoico. Vos ya no está en condiciones de participar en este
augusto lugar. Le pido a los presentes que evalúen bien las palabras de Don Cristóbal.
Ha perdido la razón. Don Antoine es un comerciante que desde hace mucho es
comprador del cacao que producimos en nuestras haciendas en San Mateo- explicó mientras intercambiaba mirada con el
galo que se acomodaba lentamente en una butaca en la sala.
-Ahora la conjura se hace al sabor de una taza de chocolate- ironizó
en su contrataque quien era conocido como un vesánico conservador.
Al cabo de un buen rato de
discusión. Los presentantes fueron saliendo del Cabildo, la conclusión era la
de siempre. Nada.
El francés al retirarse se hizo
acompañar por Don Reynaldo.
Su oponente los observaba con inquina
y frustración a unos escasos metros, en el margen izquierdo del Cabildo. A tal punto se encontraba que le pareció
escuchar un murmullo de aquella conversación y pudo descifrar la frase -la política es el arte de confundir-.
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