Aquellas Historias (VII)


Qué tanto dinero por ese esclavo- decía exaltado Don Efraín Dos Passos, su rostro se coloraba, y sus manos temblaba, a pesar de ser un hombre de muchísimo dinero, nunca fue persona de malgastarlo o de regalarlo a cualquier.

-Son unos trúhanes, trúhanes, trúhanes- repetía con todas sus fuerzas, las venas de la sien se marcaban más y más.

Volteó con  ira cuando sintió una mano en su hombro derecho. Estuvo aun paso de asestarle un golpetazo a aquel que lo sujetaba con amabilidad y afán de aprecio. Pero, justo antes de levantar su mano ya apretada, reconoció aquella persona.

Don Antoine Feraud estaba allí sonriente, complaciente. Su cara de felicidad no tenía igual, era una mezcla de la alegría de ver a su amigo y de poder calmarlo.

-Su merced jamás cambia, puedes comprar miles de esclavos cien veces más caros- dijo sin dejar de esbozar aquella amplia sonrisa.

Más atrás Kyle Brennan no apartaba su mirada de la escena. Y en contraste del rostro de su fiel acompañante, él solo denotaba asco y desprecio hacia Don Efraín.

«No puede existir persona más avaras y molestas que éstos » pensó mientras continuaba contemplando el intercambio de cumplidos entre su maestro y jefe y aquel portugués que no dejaba de regresar su mirada al vendedor de esclavos para propinarle una que otra palabrota.

-Venid conmigo Don Efraín- atinó a decir, luego de calmarlo, Antoine, quien lanzó una mirada furtiva de reproche a Kaly Brennan quien ni siquiera había saludado al llegar.

Caminaron por el empedrado. El francés informaba de los negocios que se abrían con las nuevas posesiones de los holandeses en el Caribe, y como el comercio no podía quedarse estancado con el Imperio Español.

- Antoine por favor, habla más bajo. Esto que me dices puede ser considerado alta traición- se asustó su interlocutor. Sin dejarse impresionar por la advertencia de éste, prosiguió explicándole como la política de Tierra Firme pudiera cambiar de un momento a otro.

Dos Passos siempre había anhelado aumentar su caudal económico, y sabía que los amigos de Antoine eran los ideales para alcanzarlo. Pero, analizó las consecuencias de sus actos, su posición era frágil, no podía dar un paso en falso.

No sabía qué hacer ante las presiones cada vez más fuertes de su amigo. «¡Hurra! » fue la única palabra que se le vino a la mente y que a duras penas se hizo atragantar, cuando fue salvado por el Comandante de la Guardia, Don Sebastián Ponte y Carrillo.

-¿Qué raro es ver una amistad entre un señor como usted Don Efraín, y una escoria como este francés?- fueron las palabras que caían como ladrillo y salvavidas al mismo tiempo.

-¿Escoria? Es una calificación muy dura, ¿No cree usted?. Yo prefería catalogarme como un individuo de amistades selectas y gustos exquisitos – ironizó aquel a quien iba dirigido el ataque.

- ¡Señores, Señores! No es momento de malos entendidos, Antoine, el Comandante es un señor que debe ser respetado. Y usted, mí querido amigo, por favor, no caigamos en diatribas innecesarias- intento zanjar la discusión el portugués.

El comandante solo agregó “algún día las pagarás”, dio su espalda y se retiró mientras sus pisadas resonaban por todo el callejón que se volvía oscuro a medida que avanzaba la tarde.



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