Aquellas Historias (V)

La butaca era grande. Su espaldar sobrepasaba su cabeza por casi 20 centímetros, y estaba coronada por dos puntas de lanzas de hierro. Su respaldar estaba acolchonado con una tela muy suave de plumas de garzas, al igual que el asiento. Sus manos reposaban en dos brazos que se conectaban a través de una especie de garra felina con las dos patas delanteras de la silla. Lentamente, Don Efraín Dos Passos libaba con calma aquel vino añejado, dulce y tibio que le daba paz.
Recordaba sus días en Portugal, sus negocios, su vida. Allá en esa “Tierra Firme” a donde fue a parar no le agradaba nada. Ni la gente, ni el comercio, ni las leyes. ¿Qué hacía allí? Era la pregunta habitual que palpitaba en su mente como si fuera el propio corazón que dominara su capacidad intelectual.
Los dedos de su diestra jugaban con el filo abultado y redondo de la copa, mientras la zurda sostenía con vigor aquel envase hecho de plata y que relucía con los rayos del sol que se colaban por una ventana mal cerrada. Echó su cabeza y suspiró profundamente, y así estuvo un largo rato, hasta que sintió que alguien entraba en la habitación.
-Mi señor, es hora- habló con voz fina, como de una mujer, un esclavo de ojos tan negros como su tez, y con la cabeza tan blanca como la espuma del mar.
Oh! Casi me olvido, perdí la noción del tiempo. Dígale a la señora que ya voy- Se puso de pie, apresuró el cargo de vino, se limpió los labios con la manga de la camisa, y emprendió camino fuera de aquel salón de descanso.
Recorrió los largos pasillos que bordeaban un patio interno, adornados con árboles, colgantes y varias jaulas desde donde parecían saludarle distintas aves exóticas que su esposa le encantaba coleccionar. Eran sus trofeos, su orgullo como señora de la casa.
Al final, a mano izquierda entró a una alcoba. Estaba totalmente oscura, ninguna luz penetraba por sus muros. Huérfanas de ventanas se aseguraban que nadie pudiera ver lo que se hacía en aquel lugar. Entró, le pasó su mano cariñosa sobre la cara de su hija, y se sentó al lado de María Coromoto Sanromán de Dos Passos, la mujer que lo había acompañado por los únicos 20 años.
Justo al frente de él, su tío, quien había sido el patriarca de la familia en tiempos remotos, sacó de un baúl viejo, un libro. En su portaba con bordes dorados se podía distinguir, gracias a la tenue luz de un candelabro con seis velas, un símbolo prohibido.
Sentados en círculos, comenzaron a cantar. Era una tonada lastimera, o por lo menos era lo que se oía entre los murmullos, por temor de ser escuchados y denunciados.
De la boca de los presentes salían palabras, pero no era ni el idioma de su tierra de origen ni mucho menos el español que hablaban con cierta precisión. Era otra cosa, un lenguaje que pudiera erizar la piel a cualquiera que los hubiera escuchado.
Así estuvieron por un rato. María Sofía, la niña de los ojos de Don Efraín molestaba a su hermana mayor, María Concepción, quien intentaba concentrarse con las oraciones para así evitar un regaño por parte de sus padres.
Aunque las niñas abrían y cerraban sus ojos, para tratar de curiosear en medio de la penumbra, tuvieron que ponerse de pie, en medio de un sobresalto, magnificado por el pequeño grito que su madre.
El esclavo abrió la puerta con una respiración agitada. –Mi señor, tocan en la entrada- fueron las palabras de aquel sirviente. –Gracias por avisar, niñas levantaos, aquí no ha pasado nada; tranquilas, guarden la compostura- Dijo su madre recuperándose del susto.
La familia entera se levantó de aquel círculo, y estrujándose los ojos, ya adaptados a la poca luz, regresaron al pasillo del patio interior de la casona.
Las niñas corriendo a sus alcobas. La señora entró a su cuarto de tejido, mientras Don Efraín y Don Augusto, su tío, se dirigieron a la puerta para saber quién los visitaba.
Cuando Tomás, el sirviente canoso, abrió la puerta, una bocanada de calma se apoderó de los residentes.
-Ah eres tú- atinó a decir Don Efraín. –Tu tranquilidad está demás. Vengo con malas noticias- fue el saludo del visitante. Era un hombre adulto, macizo y de torpe hablar.
-Qué ocurre- Preguntó el dueño de la casa, nuevamente cargado de angustia. –Ya empezó todo- con aquella frase un silencio se extendió, nadie quiso romperlo, nadie se atrevía a decir absolutamente nada. 

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